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Archive for the ‘Fundiciones’ Category

Somos capaces

Somos capaces de decir
que es demasiado pronto,
que no contábamos con esto,
que nos esperaremos
mientras no haya nadie
que mejore las noches que tú y yo inventamos.

Ya lo creo que somos capaces.

También de negarnos mutuamente
dejándolo todo para otro año,
quizá cuando el corazón
decida claudicar en ese
quién sabe lo que puede pasar,
temeroso siempre de perderse
historias que ha visto en películas.

Somos capaces de eso
y de encontrarnos sin querer
al cabo de un tiempo,
penosamente cansados.
Entonces tomaremos un café
y fingiremos dos plenitudes
para hacernos creer que no hubo delito.

Y si la magia no asoma
con ánimo de renacer; no importa,
tendremos las palabras exactas
para encubrir la decepción,
incluso sacaremos,
frívolos y despreocupados,
el tema del olvido y sus refranes.

Pero si resulta que brota
una magia guardada
en cada uno de nosotros,
y sentimos el vértigo equitativo
de quienes no marchitan su deseo en común,
y nos preguntamos si todavía es posible,
los dos,
por separado,
solitarios y enfermos,
entonces veo probable que sintamos
miedo, vergüenza, y las dosis
de orgullo suficientes para no desnudarnos,
enmudecer de puro espanto,
y pensar convencidos,
siempre por separado,
que es demasiado tarde,
que ya contábamos con esto,
justo antes de discutir
quién paga el café y despedirnos
sin sangre en cualquier esquina.

Luego pensaremos,
cada uno en su delirio,
que seguramente el otro no quería,
que se notaba su indiferencia,
que tampoco era para tanto,
celebrando la prudencia
de no habernos dado el teléfono
y evitando evocar las noches que tú y yo inventamos.

Y no es descabellado pensar
que todo esto pudiese ocurrir
porque, simplemente, algunos engaños
se eternizan sin remedio,
porque el amor nos hace
aún más cobardes,
porque es el miedo quien escoge
nuestros propios abismos…

…pero sobre todo,
porque los dos sabemos
que somos capaces.

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Cebollas

Ésta es la historia de un verdulero que ingenió el último grito en cebollas.
Se trataba de unos cebollones temáticos que, a base de un ungüento de preparación secreta, podían adicionar a las lágrimas que provocan siempre las cebollas una razón que el mismo cliente escogería según sus predilecciones llorosas. De esta manera, si a un cliente se le antojaba llorar por los muertos del Titanic no tenía más que pedírselo al verdulero, y al día siguiente tenía su cebollita específica para que, mientras la cortara, pudiera lagrimear aquella pérdida de tanto ahogado y todo por un maldito iceberg dios mío de mi vida qué penita siento.
Como era de suponer, las cebollas temáticas tuvieron un éxito arrollador. Todo el mundo quería cortar las cebollas teniendo un motivo escogido por el que llorar, y por alguna razón todo el mundo demandaba razones que en circunstancias normales no provocaban ni pena ni llanto. Un consumidor, por ejemplo, solicitó que sus lágrimas fueran por la muerte de Rocío Jurado, a la que había odiado a conciencia, y quiso el hombre experimentar, por una vez en su vida, una tristeza que invirtiera sus propios criterios. El resultado fue un llanto de escándalo que alarmó a los vecinos, pues ninguno entendió sus gritos desde la cocina que decían qué dolor madre mía qué dolor se nos ha ido la más grande de esta España mía de esta España nuestra.
Por otra parte, el verdulero fue muy criticado y no fueron pocos los que le tacharon de frívolo y de especulador, e incluso diferentes colectivos sociales denunciaron su manipulación temporal de los sentimientos ajenos. El verdulero, lejos de considerar estas críticas, se las pasó por donde ustedes ya saben debido a los pingües beneficios que su invento estaba generando. Se había vuelto algo arisco y un poco pretencioso.
Pero sucedió algo trágico que lo cambió todo.
Un día fatídico se murió la esposa del verdulero, y el pobre mortal entró en una depresión bárbara. Dejó de trabajar y, como estaba tan afligido, no paraba de cortar cebollas que se preparaba él mismo con razones de llanto que nada tuvieran que ver con la muerte de su mujer. Se preparaba cebollas temáticas para llorar por las piedras que se meten en los zapatos o por los pinchazos de las ruedas o por las comidas que se queman…, en fin, cualquier cosa que le evitara llorar sin descanso por su difunta esposa. Sin embargo el embrujo no resultaba y, aunque se pasara el día cortando todo tipo de cebollas temáticas, su llanto siempre provenía del recuerdo de ella.
Estuvo llorando tres semanas sin parar hasta que no pudo más. De repente se sintió mejor y de aquel período sacó la conclusión de que llorar por una razón de peso le ayudaba a uno a relativizar las cosas. Los clientes, por su parte, estuvieron esas tres semanas lagrimeando por ningún motivo en especial cada vez que cortaron una cebolla. Atrás habían quedado ya esas sesiones de pelar cebollas llorando a moco tendido por caprichos del todo infundados. Lo curioso era que todo el barrio añoraba la sensación de berrear en la cocina con el corazón en un puño.
Hasta que un día el verdulero regresó a su puesto de trabajo.
Se le veía animado y con esa disposición de los que presumen que van a comerse el mundo. Anunció a bombo y platillo el regreso de las cebollas temáticas y se puso manos a la obra. Muy pronto comenzó a tener pedidos de toda índole y a todas horas. La gente volvía con más ganas si cabe para llorar por algo que en realidad no les afectaba, y el verdulero, por su parte, puso todo su empeño en tratar a la clientela con una simpatía de lo más novedosa.
A los dos días de la reapertura comenzó la retahíla de quejas.
Al parecer los clientes volvían algo confusos porque, mientras habían cortado la cebolla temática que habían pedido, se habían descubierto llorando por otros motivos bastantes graves que no habían solicitado, y lo que resultaba más insólito, por motivos relacionados con las desgracias ajenas de gente del vecindario. De esta manera, mientras fulanita había llorado con profundo pesar por la soledad de menganita, ésta última se había dejado las lágrimas por el cáncer de próstata de fulano, que a su vez había lloriqueado por las penas de fulanita.
No queremos llorar por los problemas de los otros esto es intolerable no hay derecho, decía un cliente.
Pues no me compréis a mí las cebollas, replicó el verdulero.
Queremos llorar por tonterías igual que antes, protestó un vecino.
¿Cómo terminó esta historia?
El verdulero se arruinó porque la gente dejó de comprarle cebollas y, por despecho, toda clase de verduras. Un día cerró su negocio y de él nada más se supo. Desapareció sin dejar rastro y su establecimiento lo compró una cadena de hamburgueserías que hoy en día ponen cebolla en sus productos, una cebolla que ya viene cortada pero que, por alguna razón, tiene un gusto tan rancio que es para echarse a llorar, con o sin motivo.

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Fotomatón

Ayer por la tarde contraté a un matón para que liquidara a un pez gordo que últimamente me estaba fastidiando los negocios. Soy un poco fascista, qué le vamos a hacer. Quedé con él en el viejo bar de Joe y le ordené que lo matara anoche, justo cuando esa alimaña regresara a casa. Eso era todo. Era la primera vez que ese matón trabajaba para mí. Un socio me lo recomendó. Me dijo que hacía su trabajo a la perfección y que no resultaba demasiado caro. El tipo tenía una mancha enorme en la cara, una de esas sombras moradas que da cosa verlas. Le pagué por adelantado. Nunca antes lo había hecho, pero me dio confianza. Le di unas pocas fotografías. Antes de que se fuera le dije las frases típicas: que él y yo no nos habíamos visto nunca; que no me llamara en su vida; que si había problemas fuera pensando en el diseño de su ataúd; en fin, ese tipo de amenazas. También le pregunté de qué forma iría a matar, si con pistola, si con rifle, si con un certero atropello…

                                                     …y yo por supuesto me negué en rotundo a decírselo. Un matón tiene su estilo y es secreto profesional. Me dan un poco de asco esos cobardes con trajes caros que no se atreven a apretar un gatillo y encima te piden explicaciones. Dame tu puto dinero y yo mataré a quien me digas, pero no me hagas preguntas. Así que cogí el dinero y me fui de aquel bar mugriento. Llegué a la pensión y cogí mi cámara de fotos. Aquél era mi maldito secreto profesional. Desde que decidí dedicarme a esto quise agenciarme un arma que pasara desapercibida. Pensé que una cámara de fotos sería perfecta. Y lo es, ya lo creo que lo es. La gente no sospecha de un tipo que va por ahí con una cámara colgada del cuello. Es un arma perfecta, ni siquiera hace ruido. Con ella he matado ya a cinco cabrones. El caso es que cogí la cámara y me dirigí a la dirección que el cliente me había dado. Escogí un lugar cercano donde pudiera fingir que hacía fotos. Luego me metí en un bar a tomarme una copa. Me puse a esperar sin perder de vista el portal de ese cabrón…
                                                    … y esta mañana me entero de que el pez gordo se murió ayer de un infarto, mientras estaba en su despacho. Joder, qué puta casualidad. Entonces llamo al matón y le digo que me devuelva el dinero, que sé perfectamente que anoche no llegó a hacer su trabajo porque el hijoputa que debía matar ya estaba fiambre…
                                                       … y le digo que no me hubiese pagado por adelantado. Al fin y al cabo yo no se lo pedí. El capullo ése está muerto de todas formas. Si no hubiera tenido el infarto justamente ayer habría muerto de un balazo en la puerta de su casa. Estuve esperando cinco puñeteras horas enfrente de su portal. No tengo la culpa de que se haya muerto él solito. Así que déjame en paz y olvídate del dinero…
                                                            … y me ha colgado el muy cabrón y yo me he quedado con cara de idiota y la sangre hirviéndome por dentro. Sin pensármelo dos veces he llamado a mi socio para que me diera todos los datos posibles de ese cabronazo, y luego he llamado a otro matón, que ya me había hecho un par de trabajos, y le he explicado esta situación. Por supuesto, conoce perfectamente al matón de los cojones, pues en cuanto le he dicho lo de la mancha morada, ésa que tiene en su puto careto y…
                                                             … ya lo creo que lo conozco. Me ha dicho que tengo que matarlo porque le ha tomado el pelo. Tengo que hacerlo hoy mismo. El muy hijoputa me ha puesto el aliciente de que este trabajo me abrirá futuras puertas, ya que matar a un compañero de profesión favorecerá mis ingresos. Me ha pedido, además, que lo asalte en plena calle si hace falta y lo obligue a subir hasta su habitación. Una vez allí me tiene que dar una cantidad de dinero. Después, un par de tiros y a tomar por culo. Le he dicho que me gusta el trabajo, que odio a ese matón, que necesito la pasta y que algo así no se puede rechazar. Me ha dado una dirección y allá me voy…
                                                               … y se cree que soy tonto. No pienso estar más en esta pensión de mierda. Sé perfectamente que habrá contratado otro jodido matón para acabar conmigo. Me voy a un hotel como dios manda, a comer como un cerdo y a follarme a una buena zorra. Pero antes voy a coger un taxi y a pasar por delante de la pensión. Tengo curiosidad por comprobar a quién demonios ha contratado ese idiota para cepillarme. Posiblemente esté merodeando por ahí cerca. Qué iluso, se piensa que va a salirse con la suya y…
                                                          … aquí estoy en mi jodido despacho y me carcomen los nervios. Me cago en mi puta madre espero que todo salga bien. A mí nadie me toma el pelo ese cabrón va a tener su merecido. No sabe con quien se ha topado. Ahora sólo cabe esperar que Raymond haga bien su trabajo…
                                                           … escondido en una furgoneta, esperando a ver si viene Frank. Evidentemente no quiero matarlo, tan solo quiero hacer negocios. Pero Frank es sensato y no creo que cometa el error de volver a su pensión. Como mucho vendría por curiosidad. Estoy seguro de que él sabe que quieren matarlo y le apetece conocer a su verdugo. Frank es así de canalla. Nos conocemos desde hace algunos años y…
                                                         … al ver la furgoneta de Raymond me he puesto a reír. Las vueltas que da la vida. Resulta que uno de mis mejores amigos me tiene que meter un cañonazo entre ceja y ceja. Es para troncharse. Me bajo del taxi y le toco a la puerta. La madre que lo parió vaya aspecto de pijo que me trae y…
                                                         … qué quieres que le haga. Es un traje que me gusta y punto. Le doy un abrazo a Frank y nos vamos a tomar unas cervezas como en los viejos tiempos. Hablamos de nuestros últimos trabajos y decidimos tomar una decisión acerca de ese puto empresario que nos ha enfrentado. Primero lo contrata a él y luego me contrata a mí para matarlo a él. Y todo por un jodido infarto en el momento más inoportuno. Le digo que yo no voy a matarle y Frank se ríe porque no se fía ni de su puta madre. Entonces se me ocurre una idea. Resulta que su culo corre peligro y el mío también lo estará si no le mato. La solución es acabar con esto de la forma más lógica. Puestos a matar, a mí de da igual un cabrón que otro. Le digo que los dos salimos ganando. Y vivos, jodidamente vivos. Cuando le estoy hablando de repartirnos el dinero, Raymond saca una cámara de fotos…
                                                       … y no puedo más me voy de este despacho porque aquí no estoy haciendo absolutamente nada. Espero que Raymond se haya cargado ya al malnacido ése y mañana me traiga el dinero. Como este hijoputa también intente jugármela se las verá conmigo. Joder, parece que está lloviendo. Oye, un momento, ¿aquél no es Raymond? ¿Qué demonios hace en la otra acera? Espero que este cabrón me traiga buenas noticias. ¿Qué dices, tío, que me vas a hacer una foto?

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Viento

Al viento siempre le sobran delirios. Confunde el heroísmo con el desastre. Esta mañana, al salir a mi balcón, he descubierto que dos calzoncillos, unas bragas y una camiseta naranja han debido de remontar un vuelo que, si uno se lo imagina, resulta grotesco. ¿Adónde han ido a parar si es que han parado? ¿Han abofeteado a alguien? Me causa risa la imagen de un viandante sorteando unas bragas que le atacan de frente.
Cuando hace mucho viento la gente teme a las macetas, pero no a los calzoncillos. Con respecto a la camiseta, quiero imaginármela buscando la rama de un árbol para ser una mancha vista desde abajo, de igual manera que el gas butano es la mancha naranja de muchos balcones. Cuando hace mucho viento, los flequillos se creen humildes y los tejados de uralita justifican sus complejos. Más de un árbol que nunca se planteó sus defectos termina acostado en el suelo, una imagen que parece más un acto de protesta que una derrota. A mí me gustan los días de mucho viento no sólo porque me invitan a renovar mi ropa interior, sino porque me recuerdan a personas que pasaron por mi vida y que fueron viento. Hay personas viento y personas brisa. Hay otras que funcionan a ráfagas y hasta las hay que reproducen soplos. Una vez compartí mis quimeras de hombre gris con una persona viento. Evidentemente, me desnudaba a cada rato. Yo sentía frío y mucho miedo. Una persona viento se puede materializar en una maceta que te rompe la crisma cuando menos te lo esperas. Yo tenía por entonces un corazón de estropajo y nunca me había planteado mis defectos. El corazón de aquella persona viento era como un sucio puchero sin fregar. No me acuerdo cómo salí de su vida o, en todo caso, cómo salió ella de la mía. Terminé, eso sí, acostado en el suelo, derrotado y soñando cada noche, curiosamente, con cientos de cacharros sin fregar apilados en una colosal bañera. Después, mis ansias de hombre gris se centraron en la búsqueda de personas brisa o personas soplo, en fin, para compensar. Dicen que el viento, cuando se le antoja el desastre, ataca por la espalda a la pobreza (no como las bragas a la deriva que yo tenía en mi balcón, que las imagino atacando de frente), y yo creo que las personas viento necesitan extender su propia miseria haciéndolo de igual manera, por la espalda y sin que uno tenga tiempo de reaccionar. Pretenden instalar su podredumbre en otro espíritu que no sea el de ellos mismos. A mí me gusta que parte de mi ropa se haya ido volando esta mañana porque soy menos gris y me acuerdo de las personas viento con una cierta calma. Ahora las veo con un techo precario de uralita protegiendo sus almas, sin ser conscientes de que la fragilidad encubierta que padecen los hace todavía más desdichados, más pobres.

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Mi dedo índice

Mi dedo índice no es un dedo como los demás. Su naturaleza le ha otorgado las consabidas funciones de indicar la dirección de lugares cercanos, de señalar personas junto con palabras de oprobio o estupor, de simbolizar la cifra de la unidad y, en cierta medida, está vinculado a los gestos con los que pedimos un protagonismo súbito. Pero mi dedo índice ama la literatura y posee además una función que le complace sobremanera. Esto provoca que el resto de mis dedos me señalen con celosas reprimendas por no hacerles partícipes de lo que consideran un privilegio. Cada mañana cojo un tren de cercanías para hacer un viaje de aproximadamente una hora, y siempre llevo un libro para amenizar el trayecto. Resulta que soy uno de esos lectores inveterados que requieren la trayectoria de un dedo subrayando las palabras para hacer posible la lectura. De esta forma, mi dedo índice pasa por encima de las palabras que configuran la línea siguiente, por lo que él tiene una anticipación de lo que sucede al leer aquello que yo todavía no he leído. Siempre se entera antes que yo de las muertes repentinas y los sucesos inesperados. Sé que disfruta de los libros tanto como yo, a pesar de sus reiteradas protestas por no permitirle nunca conocer la primera línea de cada capítulo. También se disgusta con los puntos y aparte y ciertas ilustraciones a las que no tiene acceso, pero él se desquita de estas pequeñas pegas con los momentos en que le abrazan las letras impresas con cálidos emparedados. Cuando el tren se convulsiona y leer se hace imposible, o cuando en el vagón acontece algo que no escapa a la curiosidad de mis retinas, entonces cierro el libro dejando mi dedo índice en el interior de la página por donde me he quedado para cuando regrese a la lectura lo haga de la forma más rápida. Me consta que mi dedo índice goza de lo lindo ante el apretón embriagador que le dispensan las páginas de turno. Nada le gusta más que sentir el contacto del papel estrujándose por entre sus pliegues y verse arropado por frases que en su día surgieron de las mentes de los escritores que yo leo. El dedo pulgar presiona siempre la portada del libro, y el corazón, el anular y el meñique hacen lo propio con la contraportada. A veces aprietan con una vehemencia tal que mi dedo índice siente escalofríos ante tanta pasión letrada. Y sé que estos dedos no lo hacen respondiendo a un impulso altruista, sino guiados por un recelo incontenible que les hace pensar que pueden aplastar a mi dedo índice, cuando en realidad no saben que su actitud vengativa les convierte en subordinados de un dedo hedonista que hace de los libros una fiesta y mantiene con sus cuantiosas amantes de tinta negra unos idilios que derivan en auténticas orgías literarias.

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