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Misturas (VI)

Mi lástima

Dueña de todos los espejos,
reflejas a la perfección
la fortaleza que no alcanzo.

Te necesito para que acuchilles
las partes de mi espalda
a las que no llego,
para que pongas nombre
a cada lágrima
y me ayudes
a cavar el pozo en el que muero.

Te ofrezco mis heridas
para que hurgues
a tu antojo
y trates de descifrar
el viscoso lenguaje
que utiliza el pasado.

No me importa tu ineptitud.

Te adoro igualmente.

Ya sé que tu castigo se reduce
a mi constancia
por tratarte siempre
como a una reina.

            Pero por favor,
no dejes
de decirme
cada mañana
lo mucho que nadie soy.

Misturas (V)

Mi pereza

Hablar de ti contigo
supone ya un sobreesfuerzo.

Te escudas en el mal tiempo
para mostrar tu
ausencia de atributos,
y asumes tu papel de excusa
para todo
con el orgullo de
sentirte importante.

Perdona que no me levante
cada vez que me traes
entre las manos
el embrión de un fracaso
o los rasgos platónicos de
mi enésimo amor
                        no acariciado.

Debo confesar que me gustas
porque te vistes de miedo.

            Y me temo que
mientras tú sigas llegando
primero
a las metas,
            yo seguiré
renunciando a las carreras.

Misturas (IV)

Mi infancia

Menos mal que estás
cada vez más lejos,
            más difusa,
            más vieja.

Odio tus visitas porque
me dejas todo hecho un asco,
porque tienes la maestría de
sacarme llantos
con golpes bajos
de amante ácida,

porque tus fantasmas
juegan sin gracia
a probarse
mi ropa de adulto.

Te detesto
cuando me encuentras
cada vez que juego
con la vida al escondite
                        y siempre,
maldita zorra estúpida,
le chivas donde estoy.

Puedo perdonar tu calidad
de testigo
cuando yo
rayaba mi estatura
detrás de una puerta,

pero no perdono
tu insolencia
de querer
acompañarme
hasta la tumba.

            Soy capaz
de lapidar mi memoria
con tal de aplastarte.

Y si llega un día en que
te pueda reinventar,

no descartes que te meta una paliza.

Misturas (III)

Mi esperanza

Tu desnudez me conmueve
y a la vez me inquieta.

Vienes y te vas haciendo
que mi vida parezca
un santuario baldío que
amenaza ruina.

Espero estar presente
el día en que te definas
o configures tu rostro,
porque entonces sabré
exactamente
todo lo que no tengo.

Contigo imagino una mujer
a la vuelta de cada esquina
y rumores de olas que
para despertarme
solfean hasta mi cama.

Tu afán novelesco es
dramático pero distrae,
y te tengo aprecio porque
no provocas el daño
que precisa el odio para
afilar su cuchilla.

Incluso me ofreces
el consuelo
de sentirme
fiel a algo.

Lo cierto es que
tengo la casi certeza
(espero no ofenderte)
de que yo seré lo último
que tú pierdas.

Misturas (II)

Mi pelea

Siempre te lucho
sin saber muy bien
qué defiendo.

Cada día me recuerdas que
más allá de la ventana
se aglutinan sucesos que
tú das por prodigios
y yo doy por sentado.

Entonces mi rechazo te molesta
y sin éxito bautizas impurezas
con lugares comunes.

Ya no sé cómo decirte que
este mundo altera y no convence,
que no hay montaña ni crepúsculo
capaces de blandir un alegato.

Mis ojos no lo perdonan.

Por lo demás,
como causa perdida te prefiero a otras,
            pues tu batalla es frágil
y suena a derrota anticipada
del profesor que divisa en clase
                         pájaros ciegos.

No llegas a ser escollo ni duda,
                        pero si un día
logro entender
uno de tus milagros,
quizá es porque empiezas a ver
los desastres que yo cuento.

Misturas (I)

Mi soledad

Todavía estoy por saber
quién de los dos encontró a quién.

Ya estabas, por ejemplo,
cuando yo tenía por mundo
una peonza rasgada y un elenco
de lápices que intentaban historias.

Te gustaba mirarme desde el vacío
de mis cajones,
            y ahora entiendo que la timidez
de tus inicios era la estrategia
que bordaba mi propia angustia.

Así sucedió,
            no me contradigas.

Fuiste como el polvo del rellano
que se cuela en las casas
-discreto, imprudente, ocioso-,
y encontraste en mi abandono  
un lugar seguro
sin saber que mi necesidad
te haría esclavo.

                        Ahora,
todavía estoy por saber
quién de los dos escapa de quién.

Porque hicimos de las derrotas
una costumbre y del delirio
nuestra norma de vida.
Porque tus trincheras conducen
siempre a mis guerras
y sabemos que hay divorcios
que no esperan a la muerte.

Reconozco, a mi pesar, que
me gusta invadir tu lado de la cama.

Pero mientras tú sigas boicoteando
mis alegrías,
            yo intentaré barrerte con alguien
que sepa como nadie
descomponer mis tristezas.

Como si cada día

Por las mañanas te busco
entre las sábanas y tardo
mucho en saberme solo.
Me siento como si encontrara
una llave en un bosque.
El mediodía se planta
con el axioma de que queda
menos para que florezcas.
Entonces la vida se parece a
un telegrama sin estómago,
a una hoguera suspendida
con voluntad de granizo.
Cuando por fin apareces
pierdo toda química con el dolor.
En el cuarto cantan los lápices
que por respeto nunca usamos.
En la cocina ríen las frutas
que ya sin madurez se nos pudren.
Te beso.
Te abrazo.
Y todo pierde importancia,
como si cada día reinventaras
este mundo que nos sufre.

Alquimia

Te doy mi fragilidad
para que la acicales
de mañanas suaves.
Y te la doy a ti porque
sabes que mi vida
ha dormido siempre
entre cartones.
Te doy mi anonimato
para que lo envuelvas
con ciudades utópicas.
Y te lo doy a ti porque
has convertido
en piel dulce
la corteza de mis sueños.
Te lo doy todo.
Te doy incluso las cosas que me faltan.
Y te las doy a ti porque
tu amor es alquimia
y un lugar seguro
donde perderse.

Clínicos, 7

El médico de la bata inmaculada entró en la habitación de Silvia. Dijo buenos días y abrió la persiana sin pedir permiso a la enferma. Lo hizo con lentitud, sabedor de que la brusquedad está reñida con toda acción gratuita. Después, iluminado por el fulgor que salpicaba desde afuera, se dirigió hacia la cama. Silvia lo miraba desde una diversión estrenada, con los ojos achinados y una media sonrisa en su rostro. Parecía la princesa de un cuento grotesco, sin buenos ni malos, un cuento acaso aburrido donde la moraleja reside en que no pasa nada.
– Usted no es médico. Me lo ha dicho un pajarito.
El falso médico quiso sonreír.
Por alguna razón, no pudo.
– Vengo a proponerle algo -dijo él.
Silvia exclamó adelante. Lo hizo con un punto de sobreactuación. El falso médico se sentó en la cama y cogió aire como si el discurso que se disponía a realizar pusiera a prueba su paciencia.
El falso médico explicó que un paciente había ingresado hacía unas pocas horas con claros síntomas de desafecto. Al parecer, el hombre jamás había amado ni había sido amado, y esa vida recalcitrante en cuestiones de cariño le había ocasionado carencias trascendentales a la hora de relacionarse con los demás. Según había explicado el propio paciente, ya no sólo rehusaba el contacto meramente social, sino que empezaba a tener indicios claros de odio hacia toda persona que tuviera una vida amorosa mínimamente satisfactoria. Así que el hombre odiaba a la gente, según un diagnóstico cimentado en claves puramente psicológicas, porque la gente se rendía a los abismos del amor mientras él sostenía una apatía amatoria de tres pares de narices.
– ¿Por qué me cuenta esto, doctor?
El falso médico sintió decepción porque había pronosticado previamente en Silvia una cierta perspicacia. Quiso que su siguiente frase fuese concluyente, por eso dijo:
– A ese hombre, Silvia, nunca le han dicho que le quieren.
En ese momento reparó el falso médico en que Silvia no había recibido la visita del falso repartidor de flores. Y en ese momento reparó también en la belleza que aportan unas flores a la habitación de un hospital. Hay lugares en los que la presencia de un detalle hace que esos mismos lugares sean horribles cuando dicho detalle está ausente. El falso médico echó en falta un ramo de flores como se añora al ser amado cuando se vive a solas una experiencia fuera de lo común, ya sea trágica o magnánima. Silvia, por su parte, parecía abarcar ya la dimensión de la propuesta.
– ¿Ha invitado usted a ese hombre a mi operación?
El falso médico asintió. En los ojos de Silvia creyó adivinar la imposibilidad de un rechazo. Por una de esas concordancias un tanto prodigiosas, los dos tragaron saliva al mismo tiempo. Alguien, desde otra habitación, tiraba en ese momento de la cadena del váter.
– El hombre está encantado con la idea -el falso médico.
Silvia suspiró. Se acordó del momento en que su te quiero quedó atravesado en la garganta. Se acordó del cuchillo que tuvo aquel día entre las manos. Se acordó de la imagen que el espejo le arrojaba, una imagen de mujer vencida que pierde su voz en mitad de una elegía. Se acordó de la comprometida tarea que suponía el quererse a sí misma. Se acordó de tantas cosas que soltó sin darse cuenta:
– Dígale que estoy de acuerdo. A mí también me encantará decirle te quiero a alguien por primera vez.

Clínicos, 6.

– Estas flores son para usted.
Andrés escogía ya a los pacientes por voluntad del azar. Según el número de habitación se metía en una u otra. Ese día traía flores rojas y la habitación tenía el número 218. En una cama junto a la ventana, y con una sonrisa impropia de una persona enferma, Socorro saludó a Andrés como si lo conociera de toda la vida. Le recordó al primo de un antiguo amigo del pueblo, uno que solía usar tirantes. Socorro, allá donde estuviera, nunca perdía la ocasión de sacarle un parecido a todo el mundo.
– ¿Puedo preguntarle quién las envía?
Andrés se quedó mirando a Socorro como si viera en ella a una actriz encarnando a una celebridad muerta. Tenía la mujer un porte que convertía su presencia en un cuadro digno de ser mirado. Le echó unos sesenta años. Dejó el ramo encima de una mesa y le entregó la dedicatoria.
– Es un admirador anónimo – Andrés.
Socorro leyó la dedicatoria y amplió su sonrisa. Andrés le preguntó que qué le pasaba.
– Tengo un regimiento de mariposas en el vientre.
– Que le produce…
– Sí, un cosquilleo incesante.
– Quiere decir que está…
– Sí, estoy enamorada.
Hubo un silencio que Socorro aprovechó para releer la dedicatoria y retocarse el cabello. Andrés, desde el final de la cama, la contemplaba sin pestañear.
– ¿Por qué se las quiere quitar? – Andrés.
Socorro se planteó no contestar. Imaginó a Andrés con tirantes, paseando con las manos en los bolsillos por una plaza de su pueblo. Quizá fue eso lo que le animó a decir:
– Son varias las razones. Yo soy viuda, por ejemplo, y tengo por mi difunto marido un amor que no claudica ni deseo que lo haga. El hombre del que estoy enamorada es mi cuñado, por ejemplo, y sus hijos son mis sobrinos y su esposa es mi hermana la pequeña. Y ese hombre, por ponerte otro ejemplo, es malvado y no me conviene.
Andrés levantó las cejas. Se había sorprendido de lo último.
– Si sabe que es malvado, ¿por qué se ha enamorado de él?
Socorro sonrió con dulzura y miró a Andrés como miraría a un nieto suyo en el caso de que lo tuviera. Dijo lo siguiente:
– Jovencito, a las mujeres nos gusta enamorarnos de los hombres que saben hacer daño.
– No entiendo la atracción que puede provocar un hombre que haga daño – protestó Andrés como si hubiera sido acusado de algo, acaso de bondad.
– Yo no he hablado de hombres que hacen daño; he hablado de hombres que saben hacerlo. Es un matiz importante.
En la habitación entró el médico de la bata reluciente. Andrés pensaba en el matiz importante y no saludó al recién llegado. El falso médico informó a Socorro de que le iban a operar en dos días. Todas las mariposas que tenía en el vientre serían liberadas. Su cosquilleo quedaría eliminado de inmediato.
– Gracias, doctor. Buenas tardes.
– Adiós, Socorro – el falso médico.
Andrés se quedó pensativo. Tosió artificialmente como cuando se quiere decir algo importante. Se dirigió a Socorro.
– Señora, no se lo tome a mal, pero despedirse de usted es como salir huyendo.
Socorro sonrió esta vez con desgana. El falso médico le había recordado a un presentador de informativos. En su estómago, una mariposa aleteaba tras haber esquivado un fármaco que había dormido a todas las demás. Al final de la cama, el muchacho que le había traído las flores le miraba sin parar. Parecía alucinado. Parecía obstruído. Socorro barajó tres maneras diferentes de echarlo de la habitación y curiosamente, una detrás de otra, acabó diciendo las tres.